Maestros, inclusión y pensamiento frente al marketing de la frivolidad y la desesperanza
Repasemos algunas instantáneas de la vida cotidiana de un chico en edad escolar, no importa cuántos años tenga. Todo fácil, todo rápido: comida chatarra producida en dos minutos que consume en otros tantos casi sin darse cuenta mientras mira imágenes y más imágenes y/o escucha sonidos a altísimos decibeles. Si se aburre, o simplemente por costumbre, hace zapping y mágicamente desaparece lo que no le gusta, siendo reemplazado al instante por nuevas imágenes y sonidos que absorben su atención y tiempo agitando emociones con frecuencia al borde del descontrol. La violencia y el sexo operan como pasatiempos; la imagen de alguien que agoniza se superpone distraídamente con la de una señorita que expone sin pudor el monto gastado en sus cirugías estéticas, mientras en el siguiente canal se describe la exclusión creciente de más y más niños y en otro la vida privada de algunas personas es objeto de chismes y burlas. El brillo y las risas grabadas parecerían legitimar la frivolidad, el sinsentido y la desesperanza implícitos... y ¿después qué?...
Después ese chico va a la escuela y entra a clase llevando internalizadas imágenes fuertes, video clips, música a todo volumen, risas falsas, muerte, exclusión, todo aparentemente bajo control por el poder del zapping que le da el uso del control remoto... De la puerta de la escuela hacia adentro, sus maestros serán los responsables de apoyar la estructuración de su pensamiento lógico, de introducirlo en el mundo de la compleja cultura occidental, de enseñarle a valorar el conocimiento, a convivir en la diversidad, ser solidario y tantas cosas más... No se presenta fácil la tarea de sus maestros.
Hablando de utopías
Hacia 1850, en Europa, en los Estados Unidos y luego en Japón, se preparaba una revolución científica y tecnológica sin precedentes en la Historia; la segunda Revolución Industrial comenzaría a transformar de manera sustancial la vida de la gente en el planeta. El conocimiento se volvía cada vez más una herramienta válida para disputar los liderazgos mundiales y una fuente de poder irremplazable.
Para entonces, el territorio que hoy ocupa la Argentina era un enorme espacio semivacío de población, sólo algunas huellas y unos pocos caminos unían a los habitantes; no había un gobierno nacional, sólo existían gobiernos provinciales, la voluntad del más fuerte era la ley y la violencia era el medio idóneo para lograr los fines personales y colectivos. Pocos, muy pocos estaban alfabetizados y pocos, muy pocos valoraban el conocimiento, al que no se le encontraba mayor utilidad.
Un puñado de argentinos se lanzaron a soñar con una realidad más cercana a sus deseos y concibieron proyectos que acercaran a su país a lo mejor que fueron conociendo en otros lados. Era una utopía. Pero pertenecían a una generación de utópicos y hacedores que hoy puede parecernos extraña: no se quejaban de su suerte, estudiaban por propia voluntad en forma autodidacta y arremetían con los problemas por propia iniciativa y contra toda esperanza, haciendo lo que creían con inteligencia, perseverancia y pasión.
Quizá se equivocaron en algunas cosas. Pero se equivocaron intentando, trabajando, no por omisión o desidia. Fue una generación que hoy puede sorprender.
Educar al soberano para que no haya dictaduras
Domingo F. Sarmiento fue un cabal representante de la generación que organizó la Nación. En 1849, cuando aún estaba en el destierro en Chile, escribió Educación popular, obra en la que reflexionaba acerca de las necesidades y desafíos de la organización del sistema educativo en América latina sobre la base de lo observado en sus viajes por Europa y los Estados Unidos. Creía profundamente en el liberalismo, un sistema en el cual cada individuo pueda disfrutar de iguales libertades y derechos, el gobierno no mande sino que organice, y que no actúe como poseedor sino como administrador de los bienes públicos. Todo esto sería posible en la medida en que el pueblo fuera soberano, por lo cual concluía: "…si el pueblo es soberano, hay que educar al soberano, un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas". De este modo confiaba en que la educación generalizada sería un antídoto contra el autoritarismo. El sistema de educación pública que Sarmiento impulsó y contribuyó denodadamente a organizar en la segunda mitad del siglo XIX es la base del que hoy tenemos.
Los derechos y el voto del analfabeto
Algunos se preguntan por qué el voto de un analfabeto vale tanto como el que emite un premio Nobel y por qué los sectores desfavorecidos deberían disfrutar de iguales libertades y derechos que los que contribuyen más activamente a la construcción de la sociedad y la cultura. Este planteo conduce a una pregunta inquietante: ¿cuál es la responsabilidad del sector más educado de la sociedad frente a sus compatriotas menos afortunados: excluirlos del voto y los derechos o promover su educación y su inclusión en el sistema?
Dilema y utopía
La Argentina transita un punto de inflexión en su historia enfrentando un dilema bifronte: la inclusión-exclusión de importantes sectores de la población -en la sociedad, la cultura, la economía y la política- y la del país en el mundo; la forma como resuelva el primer problema configurará el segundo escenario.
En ambos frentes la educación juega un rol crucial. Los maestros conforman el punto de encuentro y anudamiento de la utopía de hoy. Solos, les será mucho más difícil y lento lograr la utopía. El tiempo se acaba. Es preciso que los demás sectores involucrados tomen decisiones de apoyo y acompañamiento a su tarea. Sólo así la conmemoración del Día del Maestro podría transformarse en un festejo.
Prof. Cristina Rins |