Frente a todas las corrientes modernas de pensamiento pedagógico con respecto a la educación del adolescente surge la siguiente inquietud: ¿cuál debe ser el espíritu en el cual se ha de educar al joven?
Las respuestas son diversas, como también lo son las distintas corrientes filosóficas que nutren el quehacer educativo.
Trataremos de delinear ideas basadas, principalmente, en la experiencia de una larga labor docente.
Ello nos conduce a afirmar que el espíritu de alegría juega un papel capital en el proceso educativo.
La escuela debe impresionar por la atmósfera de alegría que en ella reina.
El arte de enseñar no es más que el arte de despertar la curiosidad de las almas jóvenes para satisfacerlas luego; y la curiosidad es viva y sana, solamente en los espíritus felices. Los conocimientos imbuidos por medio de la fuerza en las inteligencias, embotan a éstas y las sofocan. Para digerir el saber, es preciso haberlo "gustado". Precisamente la palabra sabiduría, en su significación etimológica deriva de "saborear", y el verdadero sabio, en el mundo antiguo, era aquel que había llegado al "gusto" profundo de la verdad y del bien, a través de la ciencia y de la meditación metafísica.
El docente debe, por lo tanto, inspirar a sus alumnos el gusto, el amor, el placer por el estudio, por medio de la variedad e ingeniosidad de los métodos que emplea, creando un clima de cordialidad en el aula y haciéndole admirar la ciencia que imparte.
Jules Ferry, profesor de la Universidad de París, afirmaba: "Construyamos -a nuestros alumnos- muros sonrientes".
El que ejerce la sublime profesión de la enseñanza debe comprender que la tristeza y el aburrimiento hielan y ahogan las mentes: las reconcentran en sí mismas, matan el gusto por el trabajo, paralizan las mejores actividades, retardan y malogran el nacimiento de los más vigorosos talentos. Mientras que, por el contrario, la alegría, la verdadera alegría, hace florecer, provoca y mantiene la rectitud, el equilibrio y la confianza. Es auxiliar y aliado del educador en la difícil tarea de preparar hombres dignos y valiosos para la sociedad.
Hasta la salud del niño, del adolescente y del joven gana con su contacto: la tristeza y el aburrimiento engendran apatía, pero la alegría está siempre en movimiento y en acción.
Lo que penetra en el espíritu y en el corazón del educando por medio de la sonrisa, de la convicción, de la paciencia, de la confianza, de la tranquilidad, se adhiere con más fuerza a la inteligencia y a la memoria y llega con más seguridad al fondo mismo del ser.
A esta altura de las presentes líneas, conviene definir qué entendemos por alegría: "Es la complacencia del corazón en un bien al que se siente como verdaderamente propio".
Con esta noción creemos que el lector verá con mayor claridad cuál es el objetivo de este editorial.
Queremos que el alumno se sienta dueño responsable de sus existencia. Que comprenda que el educador no la amengua, no la atrofia, no la sofoca. Que se sienta orientado, apoyado, guiado por su maestro, en el intrincado camino hacia la realización plena de su ser.
Pero para que todo esto sea realidad es imprescindible que el docente también esté repleto de alegría. Alegría que le debe dar el convencimiento de su vocación, el sentirse plenamente entregado a su tarea educativa, el comprender la alta misión a la cual ha sido llamado. Para ello en su corazón no debe haber cabida a la especulación y a la mezquindad.
No debe retacerar ni su ciencia ni su comprensión, sintiendo que su vocación de servicio es la que va a construir el mundo mejor que todos anhelamos.
Si Santa Teresa de Jesús, la insigne doctora de Avila decía: "Un santo triste, es un triste santo", nosotros nos atrevemos a afirmar que: Un educador triste, es un triste educador".
Horacio María de Leo |